Cuando yo empecé a intentar ser redactor publicitario, el siglo pasado, hace 53 años, en la agencia donde hacía mis pininos tambaleantes, un director de cuentas leía los textos que le llevaba -por orden expresa suya- saltándose lo que eran “escalones previos”, o sea el someter mis líneas al ejecutivo y al supervisor de cuentas para que las leyeran y dieran su veredicto, lo que cuando el mencionado director de cuentas estaba de viaje (cosa frecuente en una agencia multinacional), me hacía sufrir rechazo tras rechazo o correcciones verbales burlonas.
El caso es que este director de cuentas, serio y respetado, porque era una especie de “segundo de a bordo” después del gerente general, cada vez que yo lo llevaba un texto, me hacía sentar frente a él y poniéndose ceremoniosamente (lo estoy viendo…) unos anteojos, cogía el papel que le llevaba y sacaba un bolígrafo de tinta roja, leyendo primero con detenimiento, para luego poner a funcionar el lapicero rojo, sin decir palabra alguna.
Me devolvía el papel y mi texto tenía correcciones, subrayados y tachaduras (¡en rojo, claro!). Se quitaba los anteojos, me agradecía y preguntaba que a qué hora se lo volvería a traer, rehecho, con las correcciones indicadas; dependiendo de lo largo o complicado que fuera el texto -porque no es lo mismo escribir un afiche, un aviso de prensa o radio, que el guion de un comercial para la tele- yo calculaba, le decía una hora y me iba a reescribir, a veces, maldiciendo al lapicero rojo…
Cuento esto, porque así aprendí y él tuvo la paciencia de enseñarme, corrigiéndome sin decir nada y sin meterse con mi “creatividad”, salvo en los casos donde la “metida de pata” lo requiriera. Entonces sí, me explicaba el porqué resultaba necesario un cambio. Yo hablaba, cuando tenía que narrar un guion, porque tenía video y audio y había que describir la acción que sucedía en las imágenes.
Hasta hoy le agradezco haberle enseñado a escribir para publicidad, callado y paciente, alguien, que como yo, era un intonso muchacho que quería escribir y cuyas “armas” como lo he dicho antes, eran la máquina de escribir y un diccionario.
Nos hicimos amigos y muchos años después, en otra agencia multinacional, coincidimos, él como “director de directores” de cuentas y yo como director creativo. Todavía recuerdo como nos reíamos de esa historia y como le decía que había sido la única persona que “leía mis textos con lapicero rojo”. Aprendí. Él me enseñó y hoy somos más amigos que nunca.